Fotografiar es voluntad de ver. 
Es hacer visibles las metamorfosis en el corazón de las apariencias; 
es hacer de la visión una violencia.


Una ciudad es, hablando con propiedad, aún más poética que un paisaje campestre, pues mientras que la Naturaleza es un caos de fuerzas inconcientes, una ciudad es un caos de fuerzas concientes. La cresta de una flor o el diseño de un líquen pueden ser o no símbolos significativos, pero no hay piedra en la calle ni ladrillo en la pared que no sea en realidad un símbolo deliberado, un mensaje de algún hombre, tanto como si fuera un telegrama o una tarjeta postal. La calle más estrecha posee, en cada vuelta y revuelta de su intención, el alma del hombre que la construyó.




G.K Chesterton


 Es en mi interior que busco las fotografías cuando con la cámara en la mano paseo la vista por fuera. Puedo solidificar ese mundo de fantasmas cuando encuentro algo que tiene resonancias en mí.
El rectángulo en la mano
Sergio Larrain


UN CHARCO DE SANGRE


Con motivo de la Exposición Rostros y Rastros de la Aldea

 Eso es. Aunque parezca una defi­nición negra —precisamente, esa es la pista‑, en las fotografias de Alejandro Lamas uno encuentra sangre.
 Un compañero de tareas, viejo trashumante de agencias y redacciones, ante la severa tarea de evaluar trabajos, recurre sistemática­mente al patrón sangre:
 hay o no hay tinta roja desparramada.
 Así de sencillo.
 La liturgia amontonada por Archer y Marlowe han conformado esta metáfora para aplicar en los juicios de valor: sepultar el gris de la medianfa o 
festejar la presencia de la creación vestida de rojo.
 En el caso que aquí nos toca, no se irá de entierro.
 En los papeles de Lamas no hay que buscar absolutamente nada. 
Todo está allí dispuesto para la entrega de una historia.
 Como bien le cabe a un artista, él tiene su modo de contar. A pesar de que se expresa en forma directa —obsérvese cómo los rostros que describe inundan a quemarropa la imagen— hay en cada fotografía particulares rastros de intimidad que por supuesto, tienen que ver con su propio mundo, con el que Lamas se identifica.
 La armonía de estos elementos, es lo que provoca el mentado hecho de sangre.
 El Cachilo con los ojos extraviados frente a la cámara, dando la espalda a sus sagradas escrituras. Rubén Naranjo, mate en mano, situado en su propia cocina y advirtiendo el mérito de compartir. Jorge Riestra en el cafetín —¿había otro lugar?— entre la pausa y la charla... Y todos los perso­najes, estos de cada día, que
aunque no están explícitos en la muestra, uno los encuentra atrave­sados 
en algún rincón de las historias que nos cuenta Lamas.
 Esta situación, tal vez sea la más importante: 
conseguir que todos pi­sen este charco de sangre.

Miguel Angel Roig







EL ANIMAL QUE LLEVAMOS FUERA.

         De ser algo, uno quisiera estar en la piel de un gato y recorrar estas fotografías
de Lamas, una a una, reconociendo volúmenes bañados de sol y sombra y que
den de si, sin importar ni importunar, sólo eso: un juego espacial de formas que la luz matiza con cuidada sensibilidad plástica. A lo mejor, como la vida está llena de oportunas sorpresas, hasta puede surgir del intento un apunte nuevo para la crítica.        
 Pero uno, lejos de querer ocupar un rol que está en otras manos y aficionado
a perder las oportunidades más obvias, consciente, además, de que su animalidad es una pulsión absolutamente fuera de control, entra en estas imágenes con los ojos de siempre, es decir, lo más humanamente posible. Y lo primero que se percibe es que en estas fotos hay muy pocos rastros de humanidad y que esa presencia se limita a un par de apariciones de Lamas que desde la sombra parece advertir, como en el tango, esta ciudad no existe más. ¿La ciudad? Madrid. Pero esto no importa tanto; ¿Milán, Buenos Aires, Barcelona, Rosario? Qué más nos da. Bueno, perdón: a Lamas, si. El vive alli. Y sabe de que habla cuando nos relata la peripecia de una flecha que se nos viene encima en plena avenida y cuando el camino se interrumpe por un muro y no hay más remedio que girar en un sentido ‑¿el común?‑ que vuelve a indicar otra flecha pertinaz al igual que en la azotea, camuflada en una veleta que inmoviliza a un conjunto de nubes humanamente (?) dispuestas. Y la gente se va. o hace como que. Donde siempre: a ninguna parte. Alguien se integra robóticamente al anuncio de una pelicula y queda con los pies en el aire por no pisar al monstruo. Un hombre se apoya en el cristal de un escaparate para fundirse y desaparecer sin saber donde, como quien busca la suerte de Alicia a tontas y a locas, pero muere en el intento con el reflejo de si mismo. De la misma manera que fracasan los árboles, en otra fotografía, al meterse en un edificio en busca de otra vida. Se confunden al no verla fuera, a sus pies, como ese señor que se toma un recreo mirando los pechos fragmentados de un cartel publicitario: el signo de interrogación que santifica su estampa evidencia la teología hueca de no creer en nada. Porque nadie es devoto de nada cuando nada vale demasiado la pena. Que lo digan sino esos dos que han tirado la pared en lugar de seguir la flecha como se aconseja en otras imágenes.
Borges pone su atención a dos miradas posibles: una animal, que vive la
eternidad del instante, y otra, humana, atenta a la sucesión, cargada de pasado y con la perspectiva de lo que está por venir. Una manera de sobrevivir a esta
exposición, creo, es intentar ‑en vano, claro‑ ser de otra especie y mirar las
fotografias de Lamas como un retazo visual, sin más. Lo otro, que es lo que
hacemos, es aceptarlas tal como son y somos. Y despúes pasa lo que pasa.

P.E.: A mi se me hace que en el instante de disparar, algo de animal (con perdón)
hay en Lamas y después, al volver en sí, se da cuenta de lo que ha hecho y nos lo
cuelga (no es nada).


Miguel Roig


APUNTES DE ROSARIO


Hubo una vez, en que el cielo sostenido a medias con vigas celestiales se terminó de fracturar en infinitas partes que cayeron a la tierra y se fosilizaron rápidamente convertidas en chapitas de gaseosas sobre el pavimento, monedas viejas del 60 y todo aquello que brillara sin ser oro.
Tocar el cielo con las manos se hizo una costumbre tan familiar como orinar. A veces, en el colmo de la fusión, la gente, al beber agua encielada, simplemente se meaba todo el firmamento de un tirón. Entre tanta dispersión astral, sucedió que un fragmento microscópico se instaló en el cristal de la cámara de un fotógrafo de estos pagos, alterando no sólo las imágenes capturadas, sino sus formas y hasta el contenido completo del cuadro. En donde debian aparecer las consabidas fotos sociales, o envases de cremas
bronceadoras, o crímenes oscuros, o choques de máquinas o caras de pibitos llenos de sol y dientes, o simplemente calles; calles
arboladas, calles peladas, nocturnas y matinales, culos, autos, perros o rascacielos; aparecían extrañisimas formas ovoidales de un
azul verdoso inexplicable o nubes y nubes kilométricas o impresiones borrosas de la Tierra o puntitos luminoso interminables sobre una pampa de negro vacío que asustaba. Tiró los negativos, pidió otra cámara prestada y envió la propia al taller.
Mientras, sentado en taburete sobre pilones de diafragmas vírgenes, reflexionaba. Era necesario enamorarse en forma permanente de todo, era fatídico el planificar la magia, era nefasto quien fotografiara en serie, como en fábricas de tornillos, era la vida quien lo pedia, uno mismo, los sueños, lo que vendría, el amor por devorar el pan cercano con forma de ciudad que alguien nos habia puesto cerca. Y fumaba, lentamente, mirando desde la ventana, los barquitos, las islas, igual que en una película, junto a la puerta del cuarto oscuro, como quien caza a la espera. Esa tarde le entregaron la máquina reparada. Un polvillo infinitamente microcelular habia quedado adherido a la lente. Con el resto de luz que quedaba, bajó corriendo y se hundió de cabeza en el Citroen. La sensación era idéntica a estar enamorado, con una locomoción interna relampagueante, las piernas, los brazos, la cabeza, todas las fibras y
las articulaciones al galope y eso tibio y fuerte que se le habia instalado geográficamente a la altura de la boca del estómago.
La máquina zumbaba y hacia correr los fotogramas. Pasaban Gardel parado sobre las ruinas de su avión de cemento y ladrillos,


hecho ya bronce, sonriente, sin incinerar. La Novia sin Cabeza de
la plaza Pringles, eternamente distraída y loca, con pajaritos brotándole. Una iglesia al mejor postor, el aviso de Dios sobre la
basura, la postulación de políticos en oferta, graffittis hechos por un
Mago, las astas apelmazadas de renos sobre las fachadas o enterradas bajo el pedregullo, viejos tangueros y bailarines que en
un medio giro desaparecen y mueren evaporándose, siluetas de
monstruos trente a una pantalla, carteles de señoritas abucheadas
por un verdulero burlón que les pone precio, la cocina de un cine,
tomada de las manos, un cielo vespertino somnoliento. El dedo gatillaba sobre los días como un aviso intermitente de que el mundo estaba alli delante y nada más. Al tercer día, el fotógrafo tuvo una doble revelación. Las pruebas estaban ahí, en las bateas, naciendo, puestas a secar, sobre el tablero, coleteando bajo la luz nueva como animalitos recién llegados. Se sintió una especie de Creador voltaico, rojizo bajo la phillips que lo teñía, con una sonrisa que le enmarcaba la cara de oreja a oreja. Ahí están las pruebas, mis amores, la fe en el dedo percutor, en la máquina como un corazón, y se volvió a repetir ahora que eran necesarias muchas cosas, creer, ayudarse a creer, mezclar el cielo con la sangre, dejar simplemente que las cosas sucedan porque si, borrar los extremos del mal y el bien que los mandones declaran. Como ropa tendida, los negativos colgaban de los palitos.
Junto al polvillo adherido a la lente, otro polvillo más denso, más perfumado, tal vez el polvillo del equilibrio siempre en movimiento,
se le había pegado dentro. Prendió un Parisien. Alguien abajo,
voceaba el diario de la noche. Un jet hizo un guiño sobre las boyas del río y enfiló su hocico lumínico hacia el sur. Miró su sombra, trabajando,  proyectada en la pared; era la misma que habia dejado salir en una de las fotos. Otra, con el Lumiere boca abajo pendía de una soguita, acariciando la del fantasma de una mano de nenita sobre el mojón de electricidad. Suficiente por hoy, se dijo, y como hacía años que no sucedía, cmpezó a llorar líquido revelador que, imperceptiblemente, gota a gota, caía sobre una larga, impersonal, ajena fotografia aérea de Rosario y la iba mostrando en un desnudo degradé, tal cual como la ven los ojos.

Adrián Abonizio


Nota para La otra ciudad, de Alejandro Lamas

Miré dos veces detenidamente las fotos de Madrid y Rosario que componen el libro. La primera vez me pareció que la idea de esa tercera ciudad a medio camino entre las dos se concretaba.
La segunda vez distinguí más las fotos que eran de Rosario, más húmedas, hasta de aspecto más antiguo, del pasado: una era imposible de saltear, para mí, como perteneciente a una sola ciudad. Mostraba un puente del Parque Independencia, en el borde del Rosedal, sobre el que habíamos jugado cuando niños con mi hermano Sergio, también en el pasado.
En cambio las de Madrid tienen algo (para un rosarino que las mira mientras vive en Montevideo) de un futuro un poco reseco, expresionista. Lamas recorta con criterio expresivo claro y cortante: no se ven casi caras. Se ven muchas veredas, paredes de ladrillo, charcos, y alguna foto ejemplifica la “mirada de fotógrafo” que distingue a quien sigue logrando, a través de la tensión estética, formal, que la fotografía exprese como en los viejos tiempos (concretamente la primera de la serie, con esa flecha que apunta al que mira, sobre el pavimento).
Hay una cara que casi se ve, pero es un hombre de pelo blanco que parece estar incrustándose en una pared espejada. Hay otras dos, pero son casi siluetas portando revólveres, en un afiche de cine. El libro tiene diseño muy pensado: esa foto aparece antes recortada, y acentúa la existencia posible de esos cuerpos con revólveres, y el vapor que los rodea. Al lado, una nube partida en dos establece un paralelismo.
Mirándolas, las fotos establecen climas narrativos, un poco angustiosos. Pero no demasiado. En realidad hay algo de esa sensación que caracteriza hoy a la mitad más uno de la población mundial (o el menos de Occidente): la incomodidad de tener un glúteo en cada silla que caracteriza al exiliado, sobre todo el voluntario. Pero también algo más general: la conversión de la ciudad en un paisaje tan natural de la época como lo fueron antes las montañas o los campos.
Esa angustia un poco esquiva puede atacar incluso al que vive o ha vivido en una sola ciudad. Como muchas otras cosas, lo expresó con agudeza de visionario Edgar Allan Poe, un siglo antes. En un cuento vigoroso y muscular, kafkiano pero corpóreo, lleno de locura, “El hombre de la multitud”, cuenta el recorrido de un errante que vaga por las calles de la ciudad en el atardecer, la noche, el amanecer, siempre en busca de un sitio más alejado donde todavía haya movimiento, un movimiento porque sí, sin demasiado sentido, hasta volver al gentío que se pone en acción junto con el día. Es el hombre que no duerme, que no para, que experimenta en primer plano el exilio portado como un caparazón, vaya donde vaya.
Las imágenes de Lamas, con otras herramientas, reproducen la sensación curiosa que provoca ver ¿Y allí qué hora es?, una película de Tsai Ming Liang, un nacido en Taiwán que también le toma el pulso una y otra vez al latido secreto de las ciudades. En este caso una muchacha parte a París, y un vendedor callejero de relojes se queda en Taipei. Otra vez la incomodidad insidiosa: la muchacha oriental se siente del todo desplazada en París, se descompone físicamente, y solo cuando conoce a otra mujer oriental toca un poco el suelo. Entretanto el vendedor de relojes se obsesiona con la hora que será en París, no en Taipei. Pero como en toda gran película un segundo plano lo cuentan las dos ciudades, porque se unen: ni en París vemos la torre Eiffel, ni en Taipei vemos aspectos típicamente orientales. Y los dos protagonistas, como debe ser, como va siendo, nunca se unen. Sólo se unen las ciudades y sólo para la mirada del espectador.
En las fotos de Lamas hay un cruce de ese tipo. Valga como ejemplo la imagen de la tapa. No tiene arriba ni abajo, la habita una sombra que camina (¿arriba o abajo?), multiplica las perspectivas, nítida, en blanco y negro. Básicamente todos los humanos que aparecen en el libro caminan, caminan, caminan, como el hombre de la multitud, aunque aquí la foto los recorta y tensiona, entre brillos de veredas y paredes.
                         Elvio E. Gandolfo

La Ciudad

Las ciudades se han vuelto el único paisaje del hombre. Rota en mil pedazos la ilusión de la naturaleza -ya se sabe que no existe refugio en ninguna parte-, es en las selvas urbanas donde aún buscamos, con escasa fortuna, la felicidad. En los mismos lugares donde nada permanece, reinos de lo precario, de lo fugaz y de lo instantáneo, todavía
-pese a todo y sin embargo- crecen cosas. Son desprendimientos involuntarios de la materia banal, resabios del descuido de la nada triunfante, florecimientos provisorios, luminosos e inadvertidos. Hasta que, sin aviso, irrumpe la mirada.
     De eso sabe mucho Alejandro Lamas, el notable fotógrafo rosarino que ahora y desde hace largo tiempo camina por las calles de Madrid. Pero Lamas
-infatigable trashumante- no ignora que todas las ciudades son, en el fondo, una. Y que entre el Paseo de la Castellana y Pichincha no media tanta distancia, así como semejantes son a su modo los fanáticos del Real de nuestros leprosos y canallas.
     El camina sin embargo solo y mira, también, en soledad. Y así, los frutos de esa mirada son imágenes austeras plasmadas en austero blanco y negro, retratos de aquello que no tiene rostro. A veces, las breves epifanías son apenas el reflejo en un charco de agua de lluvia del movimiento delicado de los árboles; otras veces, pasos en la noche adoptan inesperada forma humana -si hasta es posible oír el silencio del que emanan y aquel hacia el cual, resignados, se dirigen: el del paseante solitario que retorna de sí mismo- y allí está el cazador de imágenes, al acecho.
     El ve por nosotros y también para nosotros: fragmentos de un muro, veredas desiertas, tapas de cloacas bajo las cuales se puede percibir el fondo mismo de la vida, sombras que parecen sobras de sol ajeno.
     El ve por nosotros, para nosotros, lejos de nosotros: lo hace, aunque no lo sepa ni lo crea, por pura ternura hacia los seres y las cosas, para rescatar lo que se pueda de ese incesante fin del mundo vislumbrado en los relojes que nunca se detienen.
     Si él hasta hace nacer todo de nuevo. Nace para él, sólo para su mirada agazapada tras la lente, sólo para volver a mezclarse luego con el resto de lo que hay pero ya salvado para siempre de la noche sin nombre, del olvido.
     Fijo en el centro de la luz, abierto y claro. Si hasta es posible decir: escrito.
 
Sebastián Riestra